Claro
Todos se rieron y estuvieron muy en desacuerdo con mi idea de la muerte. Hay quienes creen que la muerte es la nada, otros que es una vida mejor y otros que es el momento en el que se alcanza "el ahora entiendo todo". Yo, por mi parte, me reservo una muerte en la que solo una capacidad me fuera concedida: la de recordar. Tiene que ver mucho con el sentir. A ver: uno vive. Mientras tanto le ocurren cosas, mas o menos buenas, mas o menos aburridas, mas o menos intensas, pero impresas en algun lugar quedan millones de sensaciones de las que uno tiene registro solo cuando recuerda. En general, uno está ocupado en otras cosas y tampoco da estar todo todo el tiempo anclando en el pasado, pero durante la muerte no habría nada más divertido que hacer entonces no habria problema. Algun refutador profesional podría decirme que cuando uno recuerda vuelve a sentir, y si siente, está vivo, pero al carajo, no me van a poder refutar tan fácil algo que es imposible de comprobar. La muerte que me pensé es así: un espíritu que no se transforma en otra cosa sino que flota en el aire recordando. Por toda la eternidad. Yo, por ejemplo, podría acordarme mil y una veces de Valentina en el asiento de atrás del auto confesandome que estaba enamorada y de cómo el sol se le reflejaba en el cara en ese momento exacto. O de esa noche en Paraguay, mirando como mi mama ensayaba sus pasos de jazz. O de su olor. Tan mío. Y también de la agitación y las ganas de hacer pis que me agarraban cuando jugaba a la escondida y me quedaba quietita quietita, así, casi sin respirar, mientras esperaba el momento perfecto para cantar piedra libre y salvar a todos mis coooooommpaneros. Y de las tardes en las que el único –el mejor- plan era matarnos a bombazos de agua con los amigos del barrio (la exitación de tener el balde cargado de bombitas, la felicidad de empaparse). O del dia en que recibi la primera carta de Rodrigo. 14 de mayo de 1996. La carrera hasta el garage y encontrar el sobre debajo de la puerta. De los viajes, de las rutas, del desierto, de las carcajadas, de las sobremesas, de la soberbia de saberme tan descaradamente joven y linda y deseada por el hombre que yo a la vez deseaba. La nostalgia duele. Duele en la panza. Mejor la guardo para más tarde. Son miles de cosas, miles de olores, miles de imágenes. Tantas, tantas, que me parece que ni toda la muerte me va alcanzar para recordar.
Todos se rieron y estuvieron muy en desacuerdo con mi idea de la muerte. Hay quienes creen que la muerte es la nada, otros que es una vida mejor y otros que es el momento en el que se alcanza "el ahora entiendo todo". Yo, por mi parte, me reservo una muerte en la que solo una capacidad me fuera concedida: la de recordar. Tiene que ver mucho con el sentir. A ver: uno vive. Mientras tanto le ocurren cosas, mas o menos buenas, mas o menos aburridas, mas o menos intensas, pero impresas en algun lugar quedan millones de sensaciones de las que uno tiene registro solo cuando recuerda. En general, uno está ocupado en otras cosas y tampoco da estar todo todo el tiempo anclando en el pasado, pero durante la muerte no habría nada más divertido que hacer entonces no habria problema. Algun refutador profesional podría decirme que cuando uno recuerda vuelve a sentir, y si siente, está vivo, pero al carajo, no me van a poder refutar tan fácil algo que es imposible de comprobar. La muerte que me pensé es así: un espíritu que no se transforma en otra cosa sino que flota en el aire recordando. Por toda la eternidad. Yo, por ejemplo, podría acordarme mil y una veces de Valentina en el asiento de atrás del auto confesandome que estaba enamorada y de cómo el sol se le reflejaba en el cara en ese momento exacto. O de esa noche en Paraguay, mirando como mi mama ensayaba sus pasos de jazz. O de su olor. Tan mío. Y también de la agitación y las ganas de hacer pis que me agarraban cuando jugaba a la escondida y me quedaba quietita quietita, así, casi sin respirar, mientras esperaba el momento perfecto para cantar piedra libre y salvar a todos mis coooooommpaneros. Y de las tardes en las que el único –el mejor- plan era matarnos a bombazos de agua con los amigos del barrio (la exitación de tener el balde cargado de bombitas, la felicidad de empaparse). O del dia en que recibi la primera carta de Rodrigo. 14 de mayo de 1996. La carrera hasta el garage y encontrar el sobre debajo de la puerta. De los viajes, de las rutas, del desierto, de las carcajadas, de las sobremesas, de la soberbia de saberme tan descaradamente joven y linda y deseada por el hombre que yo a la vez deseaba. La nostalgia duele. Duele en la panza. Mejor la guardo para más tarde. Son miles de cosas, miles de olores, miles de imágenes. Tantas, tantas, que me parece que ni toda la muerte me va alcanzar para recordar.
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